Beituna, una casa abierta al mundo.
En 2017, ATD Cuarto Mundo hizo una invitación a escribir, ante situaciones de injusticia y extrema pobreza, historias reales de transformación que muestran que cuando nos unimos en una misma lucha podemos lograr que la miseria retroceda.
En nuestro sitio web, para favorecer una expresión colectiva, intentamos no firmar los artículos, salvo en casos excepcionales. En este caso se trata de personas precisas que intentan poner en valor historias experimentadas en primera persona.
La siguiente historia está escrita por Myriam Brelle (Líbano).
En una callejuela de Nabaa, un barrio popular de la periferia de Beirut, cada viernes por la tarde, el local de Beituna está en plena efervescencia: una decena de jóvenes de entre 12 y 15 años se reúnen, acompañados por cuatro personas voluntarias, dos de ellas vecinas del barrio.
Son libios, sirios, iraquís, chicas y chicos, cristianos y musulmanes, y llegan siempre con una energía desbordante: la alegría de volver a encontrarse, la rabia de la adolescencia, el cansancio de una semana de escuela — que para algunos supone una serie de dificultades permanentes — y, en ocasiones, tensiones familiares. Por lo tanto, es necesario tomar tiempo para escuchar, para hablar, para dejar pasar la tempestad y poder pasar a la acción. Pues estos jóvenes tienen una gran responsabilidad: la preparación de la animación del día siguiente, día de biblioteca, que recibe cerca de 120 niñas y niños, de entre 4 y 12 años, distribuidos por edad en cuatro grupos diferentes, para leer, cantar, jugar, dibujar, crear…
Para el grupo es imposible hacer como si la vida exterior no existiera. Salma ha nacido en Líbano, pero sus padres carecen de documentación, ella también; todo es muy complicado y Salma en ocasiones vive en continuo conflicto con su madre, con la escuela, con sus amigos. Nabil es sirio, llegó al Líbano a principios de la guerra, en 2011. Su familia regenta una pequeña tienda a la espera de poder viajar más allá, hacia Europa. En la escuela, muchas de las clases se imparten en francés. Sin embargo, en Siria
nunca aprendió francés, no entiende nada. Es difícil encontrar la motivación en estas condiciones. Así, en casa, hay una lucha férrea entre él y sus padres, a los que les gustaría que estudiase más. Nadia es siria. Ha dejado la escuela para trabajar en la tienda de costura de su familia. No puede participar en las actividades de la biblioteca. Su hermano pequeño Walid, nunca logró tener una plaza en la escuela. Forma parte de los miles de niños y niñas sirios para quienes el Líbano no ha encontrado solución. Mona es de Irak. Su familia va a poder participar en un programa de reubicación a Canadá. Mientras los trámites progresan, no asiste a la escuela. [Al terminar de escribir esta historia, Mona y su familia ya se han instalado en Vancouver. Pero, para lograrlo, ¡han tenido que esperar dos años!.] La mayoría de estos jóvenes vive en viviendas minúsculas e insalubres.
El barrio vive tensiones entre las diversas comunidades y en ocasiones episodios de violencia que preocupan a las madres y a los padres y que les conducen a replegarse sobre sí mismos.
La convivencia es, por lo tanto, una lucha de cada día.
Sin embargo, cuando la tempestad ha pasado, cuando conseguimos transformar la energía de la rabia en energía creativa, el local — una antigua tienda con una gran vitrina que da directamente a la calle — se transforma en espacio de amistad. Nos distribuimos las tareas: ¿Quién leerá el cuento a los niños de 4 y 5 años? ¿Quién cantará con los de 6 y 7 años? ¿Quién se encargará de anotar los nombres en la lista de presencia? ¿Quién explicará la manualidad a los de 10–12 años? ¿Quién distribuirá el material? ¿Quién se quedará un poco más para ordenar y limpiar? Al día siguiente, desde las nueve de la mañana, los jóvenes están allí, dispuestos, felices de cumplir con
estas responsabilidades que ponen de manifiesto su valor. Ellas y ellos que tienen aspecto de ser, en ocasiones, tan impulsivos y frágiles, se convierten en animadores, en hermanas y hermanos mayores que reciben y acompañan a los más jóvenes con mucha delicadeza y atención. Al terminar el día, evaluamos; compartimos las ideas para poder mejorar nuestra atención a los más problemáticos, proponemos ideas de actividades para la semana siguiente, nos alegramos y felicitamos por lo que ha funcionado bien y reconocemos también los errores.
Al finalizar el curso escolar, y para poner en valor la implicación de estos jóvenes, organizamos una fiesta a la que invitamos a las madres y a los padres. En esta fiesta otorgamos un diploma personalizado a cada joven y les felicitamos por las capacidades que aportan personalmente al grupo.
La emoción, el orgullo y el reconocimiento de las madres presentes pusieron de manifiesto la importancia de este espacio de confianza y de benevolencia que constituye Beituna para el barrio.
Para saber más, visite el blog 1001 Historias de Resistencia